Por João Bernardo
Nota de Traducción: este artículo fue originalmente publicado en Cadernos de Ciências Sociais (Fundação Santo André), nº 1, 2005. Recientemente ha sido publicado en Argentina el libro “Democracia Totalitaria: teoría y práctica de la empresa soberana”, por el editorial Marat, en un esfuerzo para dar a conocer el pensamiento del “marxismo heterodoxo” de João Bernardo en los países hispanohablantes. El presente texto es contemporáneo a la escritura del libro y puede servir de introducción a las coordinadas que plantea João Bernardo en su obra.
La lógica del texto escrito difiere del impulso de la voz viva, y aquello que en el papel requiere una explicación detallada, a veces se puede resumir con un gesto de la mano que acompaña media docena de palabras. Dentro de estas limitaciones, utilizando términos diferentes pero manteniendo la secuencia de ideas, reproduzco aquí una conferencia pronunciada el 19 de octubre de 2005 en la Fundación Santo André.
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Los dos campos de desarrollo tecnológico que se invocan actualmente para definir las condiciones de producción que siguieron al fordismo son la informática y la automatización. En los medios universitarios y periodísticos – ya que los dos caminan cada vez más juntos en el mismo afán de presentar los fenómenos de forma superficial– se ha considerado que la informática ha acabado con el carácter material del trabajo, generalizando en cambio la actividad virtual, y que la automatización ha vuelto obsoletos a los propios trabajadores, reemplazándolos por máquinas inteligentes. Si el trabajo ya no es real y si los seres humanos están dando paso a las máquinas, entonces la plusvalía y la teoría del valor habrían perdido su significado y estaríamos viviendo en una era que los apologistas insisten en clasificar como posmoderna.
Respecto al carácter virtual que supuestamente imprimirían las computadoras en el trabajo, se puede argumentar que la insistencia de los administradores de empresas en instalar sillas ergonómicas, teclados adecuados a la forma de los dedos, iluminación especial y no sé cuántas formas más de mejorar el rendimiento físico de los digitadores, revela el carácter material de esta nueva modalidad de acción humana ¿O acaso también son virtuales las lesiones por esfuerzo repetitivo?
En cuanto a la automatización, recuerdo, como lo he hecho en otros textos, aquello que fue afirmado varias veces en The Economist, una revista que expresa de forma extremadamente competente las necesidades y los intereses del gran capital transnacional, y de quien nadie sospechará que tenga simpatías por los trabajadores. El 21 de Mayo de 1988, al analizar la diferencia entre los robots introducidos en la fabricación de automóviles durante la década de 1970 y aquellos introducidos en la década siguiente, The Economist subrayó que el principal efecto de la nueva tecnología consistía en el aumento del nivel de calificación exigido a los trabajadores encargados de operarla. Este artículo concluía que “a medida que las fábricas automatizadas se vuelven más complejas y pasan a depender más de las computadoras, lo que surge como cuestión decisiva es la calidad del personal y no su reducción numérica”. El 14 de Abril de 1990 The Economist insistió en el tema, y escribió que “la General Motors aprendió en una joint venture formada con Toyota que lo que realmente interesaba en el proceso de producción eran las personas”. Más detalladamente, podemos leer en The Economist del 10 de Agosto de 1991 que los administradores de General Motors, después de haber estudiado las razones que habían llevado al fracaso el proceso de automatización buscado por su empresa durante una década y de haberlo comparado con el ejemplo japonés, aprendieron que “eran evidentes dos cosas”. “Los robots no eran la llave segura del éxito. Y ahora que el proceso de fabricación japonés estaba siendo exportado con éxito a los EEUU se volvía evidente que los trabajadores japoneses fanáticos y mal pagados no se portaban como robots. […] Es cierto que el grado de automatización en las fábricas de propiedad japonesa es ligeramente superior al existente en las de propiedad norte-americanas o europeas. Pero esto se debe al hecho de que los japoneses descubrieron que es más fácil automatizar después de haber realizado un enorme énfasis en la calidad. Es sólo a partir del momento en que la producción se realiza sin problemas, que los japoneses automatizan o introducen nuevos modelos. […] se volvió evidente que la verdadera llave del éxito para la competitiva industria automovilística no era la alta tecnología, sino el modo como los trabajadores eran entrenados, gestionados y motivados. […] La lección costó caro, pero General Motors terminó aprendiendo que su bien más importante y valioso no eran los robots, sino su propia fuerza de trabajo”. No se trata de una simples sustitución de personas por máquinas automáticas, es la sustitución de algunas personas por otras más calificadas. La calificación de la fuerza de trabajo, con vistas a aprovechar cada vez más la capacidad intelectual de los trabajadores, es una de las principales lecciones dadas por los administradores de Toyota, y que los gestores de todo el mundo se han esforzado por aprender y aplicar. Sólo la izquierda arrepentida sigue sorda, hoy como ayer, a las enseñanzas suministradas por el gran capital.
Si pasamos del nivel de los procesos particulares de fabricación hasta el del conjunto de la sociedad, verificamos que la tecnología informática y la automatización constituyen la infraestructura que permite que la dispersión física de los trabajadores no comprometa las economías de escala, y que sostienen la fragmentación actual de la clase trabajadora y la precarización del trabajo. La vinculación de las máquinas con las computadoras aumentó muchísimo el grado de concentración de las decisiones y al mismo tiempo dispersó su ejecución, de forma que los trabajadores, donde sea que ejercen la actividad, son vigilados por la administración y obedecen a sus directrices. La cooperación entre los trabajadores dejó de depender de la reunión en los lugares de trabajo, por el simple hecho de depender de un mismo centro de decisiones para poder colaborar unos con otros. El jefe de la empresa puede, de esta forma, explotar el esfuerzo conjugado de los asalariados mientras disminuyen las probabilidades de una acción de reclamo colectivo. En lugar de haber sustituido las personas por máquinas y de haber vuelto el trabajo algo virtual, la automatización y la informática refuerzan el encuadramiento de los trabajadores y profundizan la explotación del trabajo.
Pero la cuestión debe ser vista también en otra perspectiva, que permite extraer lecciones más profundas.
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Al contrario de lo que ocurre con la aplastadora mayoría de los autores de formación marxista, yo considero que existen dos clases capitalistas: la burguesía y los gestores. En realidad, la definición de una clase formada por los gestores – cualquiera sea el nombre dado a esta entidad social– se confunde con la acción práctica y la crítica teórica llevadas a cabo por algunos sectores de la extrema-izquierda contra la burocratización de los partidos socialistas durante la época de la Segunda Internacional y, más tarde, contra el desarrollo del capitalismo del Estado soviético. Fue el combate de los trabajadores contra las nuevas modalidades de explotación surgidas a partir del interior de sus luchas lo que exigió la identificación de los gestores como explotadores.
Pero la afirmación de la existencia de una clase social formada por gestores no tiene consecuencias solamente sobre el análisis del capitalismo de Estado, sino que también influencia la manera como se considera el propio fundamento del capitalismo. Los burgueses ejercen la supremacía económica y social gracias a la propiedad de los medios de producción, y es a través de la transmisión hereditaria de estos bienes que ellos aseguran a sus hijos la condición de capitalistas. Sin embargo, la superioridad económica y social de los gestores no proviene de cualquier propiedad, sino del control que, a través de la administración, ejercen sobre los procesos de trabajo y sobre la vida social en general. Y los hijos de los gestores pueden suceder a sus padres gracias a la adquisición de un estatuto social habilitado por la concurrencia a los mejores establecimientos de estudios y por la participación en las redes de relaciones de la élite. En resumen, la explotación se realiza tanto a través del ejercicio de la propiedad como a través del ejercicio del control.
Esto significa que en el capitalismo la explotación no consiste solamente en la apropiación final de los bienes materiales y de los servicios producidos por los trabajadores, sino también en el control del proceso de producción. En otras palabras, los trabajadores no pierden solamente el derecho a los frutos de su trabajo sino igualmente el derecho a decidir la manera como trabajan. Al contrario de lo que ocurría en los sistemas económicos basados en el pago de tributos, cuando los explotados detentaban el control de su proceso de trabajo, en el capitalismo los trabajadores pueden ser expropiados del resultado del trabajo precisamente porque empiezan a ser apartados del control del proceso de trabajo.
En estas circunstancias, la autoridad de los capitalistas, antes de incidir sobre la materialización o la concreción del proceso de trabajo, incide en el propio proceso, que debe por lo tanto ser considerado plenamente como tal, esto es, como decurso en el tiempo. Mucho más fundamental que la apropiación de bienes, la explotación capitalista es un control ejercido sobre el tiempo.
En el capitalismo el explotador controla su propio tiempo y el tiempo ajeno, mientras el explotado no controla su tiempo ni el de los demás. Si hacemos el ejercicio de entrar por primera vez a una empresa en la que todos van vestidos con los mismos overoles, y quisiéramos determinar a través de la observación empírica inmediata si una persona dada ejerce funciones de gestor o de trabajador, basta con observar cuál es su relación con el tiempo. Cualquier trabajador sabe, aunque los teóricos a veces lo olviden, que lo que él vende a su patrón es su tiempo y no la concreción de su esfuerzo. Lo que va a suceder con los resultados del trabajo, eso no le concierne ni le interesa. Una catástrofe puede destruir los objetos fabricados y dejar sin efecto los servicios cumplidos, una crisis puede impedir la venta de los bienes, nada de esto altera el hecho primordial de que el trabajador fue expropiado de su tiempo, y por lo tanto explotado.
Si la explotación capitalista resulta del control ejercido sobre el tiempo de los trabajadores, el progreso en el capitalismo se define exclusivamente como productividad, que es lo mismo que decir un conjunto de operaciones realizadas sobre el tiempo. Trabajar menos y ganar más es el deseo expreso en alta voz por todos los trabajadores, y que cualquiera de ellos aplica en la práctica cotidiana por medio de pequeñas o grandes astucias. Esta presión ejercida permanentemente sobre los patrones es responsable del desarrollo económico.
Si por un lado los capitalistas aceptan la disminución del número de horas-reloj que componen la jornada de trabajo, por otro lado ellos imponen el aumento de intensidad del trabajo dentro de los límites de cada hora, y entrenan a los trabajadores de modo a que sean capaces de aumentar la calidad y la complejidad de su esfuerzo. En lugar de cancelar la intervención de los trabajadores, la automatización acrecentó el ritmo de los gestos de trabajo y pasó a exigir nuevas calificaciones. Y así, una hora de trabajo, que en los albores del capitalismo era llenada con actividades simples, representa hoy una actividad muchísimo más intensa y compleja, equivalente a un gran número de horas simples. Este aumento de la productividad del trabajo tiene como efecto la reducción del tiempo necesario para la fabricación de cada objeto y la ejecución de cada servicio, de modo que la remuneración de los trabajadores, que ha aumentado considerablemente a lo largo de la historia reciente si se la mide según cantidad de bienes adquiridos, se ha reducido drásticamente cuando es medida según el tiempo necesario para la fabricación de cada uno de estos bienes. Con el progreso del capitalismo, los trabajadores quedaron sujetos a jornadas menores, pero trabajan más tiempo económico real; y adquieren más bienes concretos, pero que corresponden a menos tiempo de trabajo incorporado. Este es el mecanismo fundamental de lo que en términos marxistas se denomina la plus-valía relativa, esto es, la profundización de la explotación a través del progreso de la productividad. Toda la dinámica del capitalismo y toda su capacidad de recuperación de las luchas sociales tiene en la plus-valía relativa su motor.
En último análisis, el desarrollo del capitalismo consiste en una conjugación de tiempos con sentido inverso. Aumenta la complejidad de cada hora de trabajo, y por lo tanto aumenta el tiempo económico real contenido en los límites de esa hora. Y disminuye el tiempo incorporado en cada uno de los bienes adquiridos por los trabajadores, disminuyendo por lo tanto el tiempo total incorporado en la formación de cada trabajador y en su reproducción, a pesar de aumentar la cantidad de bienes y servicios necesarios para esta formación y para esta reproducción.
Es en esta perspectiva que se debe criticar las teorías que, empezando por reducir al trabajador en el capitalismo a un productor de bienes materiales, decretan el fin del capitalismo y la extinción del trabajo mismo cuando aumentó la importancia de la producción de bienes inmateriales y de servicios. Hablar hoy de trabajo virtual es o bien una estafa, o bien abrir una puerta que ya estaba abierta, porque el capitalismo tiene como base, desde su principio, no los bienes concretos sino los procesos de trabajo entendidos como procesos en el tiempo. El tiempo, no los objetos, es la sustancia del capitalismo. Antes de ser material, la explotación debe ser entendida en su inmaterialidad temporal, y precisamente gracias al control ejercido sobre estos procesos temporales es que los gestores han sido capaces de profundizar la explotación y, lo que es un sinónimo, desarrollar el capitalismo. Todo se resume a tiempos y a desfasajes temporales.
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La inclusión del ocio en el cuadro del capitalismo refuerza la importancia del tiempo en cuanto sustancia del modo de producción.
Esta perspectiva de análisis prolonga el modelo económico globalizante que presenté por primera vez en dos artículos, «O Proletariado como Produtor e como Produto», Revista de Economia Política, 1985, vol. 5 nº 3 e «A Produção de Si Mesmo», Educação em Revista [FaE, UFMG], 1989, ano IV nº 9, y que vengo reelaborando en varios libros. En términos demasiado sencillos, se trata de considerar que el modelo de plus-valor, tal como Marx lo presentó, es insuficiente si se lo limita a la producción de bienes, pues debe incluir la producción de los propios trabajadores. Es en este sentido que analizo la función del ocio.
Hasta una época bastante reciente, aun en los países desarrollados el consumo de los asalariados durante los períodos de esparcimiento ocurría generalmente en formas pre-capitalistas, sobre todo en modalidades de economía doméstica. Empero, en las últimas décadas, con la sustitución de los restaurantes familiares por los fast food, la sustitución de las pequeñas tiendas por hipermercados y por los shopping centers, la difusión de viajes organizadas y la proliferación de servicios destinados a acompañar, encuadrar y dirigir todas las diversiones imaginables, el ocio pasa a ofrecer al capitalista oportunidades de mercado inagotables. Sin embargo, a pesar del volumen de negocios que representa, este aspecto está lejos de ser el más importante.
Es imposible aumentar las calificaciones de la fuerza de trabajo sin prolongar el tiempo de formación de los trabajadores, y las instituciones de enseñanza son insuficientes para esta finalidad, porque las innovaciones tecnológicas siguen ocurriendo después de que cada persona haya terminado la escuela. Los capitalistas se ven en una paradoja ¿Cómo mantener a los trabajadores actualizados y adiestrados sin comprometer los horarios de trabajo? El problema fue resuelto mediante la conversión del ocio en proceso de calificación de la fuerza de trabajo.
Con la aparición de los microcomputadores, la electrónica permitió, por primera vez en la historia de la humanidad, que un instrumento destinado al trabajo sirviera también como medio de diversión. Todas las formas electrónicas de esparcimiento constituyen, en sí mismas, una forma de adiestramiento de la fuerza de trabajo, lo que significa que las personas pasan alegremente la mayor parte de su tiempo de ocio adquiriendo habilidades que las vuelven más productivas. La cuestión es incluso más complicada, porque los videos musicales y publicitarios – si es cierto que unos se distinguen de los otros – y los juegos electrónicos habituaron a todas las personas a modalidades de intersección del tiempo que antes eran atributo de las técnicas vanguardistas de escritura o de pintura. Es durante los esparcimientos que los individuos adquieren la capacidad de lidiar con las organizaciones temporales complejas indispensables para los procesos de trabajo actuales.
Esta banalización de las formas ha correspondido a una completa indigencia de los contenidos, pero es exactamente esto lo que se pretende. Fue provocada la habituación de los trabajadores a la modernidad sin que se les haya suscitado inquietudes de espíritu, y tenemos acá el ideal de la posmodernidad, la simbiosis de la técnica y de la moda en una conjugación que sólo es inútil para la población común, porque para los capitalistas está llena de significado. Analfabetos funcionales pero hábiles en todas las facetas de la vida urbana, dotados de una percepción inmediata de la comunicación audiovisual, atentos a los caprichos más efímeros – aunque sin pasar por ningún curso de calificación profesional, estos jóvenes adquieren las habilidades básicas para lidiar con las nuevas tecnologías.
Qué es, entonces, los más importante: ¿el contenido, en cuanto contenido ideológico de los esparcimientos, o la forma, en cuanto cuadro temporal en que ocurren los esparcimientos? Es en el esparcimiento, mucho más que en las escuelas o empresas, donde son asimiladas por los trabajadores las nuevas nociones prácticas del tiempo, indispensables para hacer progresar la productividad en la era de la tecnología informática. En lugar de constituirse como un escape a la explotación, el esparcimiento se tornó en una parte indispensable de los mecanismos de plus-valor.
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Subyace a esta línea de razonamiento la cuestión de la autoridad ejercida por las empresas no sólo sobre los asalariados, durante el horario de trabajo, sino igualmente sobre capas de la población cada vez más amplias, y a lo largo de las veinticuatro horas del día. Vengo insistiendo desde hace ya bastantes años, en libros, artículos y cursos, en la distinción entre aquello que yo clasifico como el Estado Restringido, esto es, el aparato clásico de poder, formado por gobierno, parlamento y tribunales, y lo que yo clasifico como Estado Ampliado, esto es, el ejercicio de la soberanía por las propias empresas. Este Estado es ampliado porque su perímetro se superpone con el perímetro de las clases capitalistas.
Hoy, en la era de la transnacionalización, en que las fronteras entre países y las legislaciones nacionales no oponen ningún tipo de barrera eficaz contra el movimiento del capital y contra las acciones de los capitalistas, las grandes empresas se tornaron incomparablemente más poderosas que los órganos clásicos del Estado. Y la inclusión del ocio en los mecanismos de explotación vino a ampliar aun más la soberanía de las empresas, permitiendo que ellas dominen todos los momentos de nuestra vida.
En este contexto, ¿qué significado adquieren la democracia y la lucha política? Los demócratas de todos los matices, desde la derecha liberal hasta la izquierda bien comportada, apelan a la difusión de la ciudadanía en el ámbito de las instituciones clásicas del Estado, ¿pero cómo puede existir ahí la democracia cuando las empresas ejercen un poder cada vez más totalizador? En A Opção Imperialista, una obra notable publicada en 1966 y que es urgente que se la saque del olvido, Mário Pedrosa escribió (pag. 347): “¿Dónde es sojuzgada la libertad individual? En el sector más importante de la vida moderna, en el lugar de trabajo, en los talleres, en la fábrica, en la empresa ¿Cómo es posible que ahí reine la autocracia y en otras partes la libertad?”
Para que la disciplina de empresa siga dictando los comportamientos afuera de la empresa es necesario que el ocio de los trabajadores, así como las veinticuatro horas de los desempleados, no sean tiempo libre sino tiempo controlado. Es necesario que los pensamientos no vuelen sino que sigan senderos. Este resultado no se obtiene solamente a través de la concentración de las industria cinematográficas y televisivas en un pequeño número de manos, con la consecuente futilidad del contenido de la diversión.
Hoy, no es solamente a nivel económico e ideológico que los capitalistas controlan el ocio, sino incluso a nivel represivo. Dentro de las empresas, la electrónica permitió la fusión del proceso de fiscalización con el proceso de trabajo. Esta conjugación, inédita en la historia de la humanidad, se amplió a la sociedad en general cuando los bancos y las tiendas empezaron a sujetar a los clientes a formas de vigilancia que hasta entonces habían reservado para los asalariados. Después, el hecho de que las computadoras y otros instrumentos electrónicos sirvan tanto como medio de trabajo como medio de diversión permitió la fiscalización automática del ocio. Desde las virtuales hasta las tangibles, no existe hoy ninguna modalidad urbana de diversión que no sea fiscalizada. Entre el más intenso de los gestos de trabajo y el más perezoso de los gestos de esparcimiento existe un continuum llenado por la vigilancia electrónica.
Y como las empresas de seguridad privada sobrepasan en presupuesto y personal a las policías oficiales, y como son las propias empresas quienes registran, almacenan y seleccionan la huella extremadamente vasta de información que cada uno de nosotros deja a lo largo de nuestros esparcimientos, les corresponde a ellas, y no al aparato tradicional del Estado, formar la infraestructura represiva.
Una tradición muy difundida en la extrema-izquierda considera que se obtiene la consciencia política al pasar de la lucha contra los patrones a la lucha contra los gobernantes ¿Pero será posible en las condiciones actuales sostener que el Estado clásico, en cuanto órgano de decisiones, prevalece sobre las empresas, en cuanto instituciones dotadas de soberanía? Desde la década de 1960 que las movilizaciones de los trabajadores ocurridas afuera de los cuadros sindicales y partidarios han entendido que el Estado clásico no es ya el blanco supremo de las luchas, y a considerar la cuestión de la democracia como una necesidad de la estructura interna de las propias organizaciones de lucha. Sin la transformación de las relaciones sociales de trabajo, de modo que se acabe con el totalitarismo empresarial, es ilusorio pretender que la libertad pueda existir en cualquier otro dominio. Esta es la lección que Mário Pedrosa resumió con una lucidez particularmente notable, en la medida en que su libro A Opção Imperialista fue escrito y publicado mientras en Brasil gobernaba el régimen militar. A pesar de esto, Mário Pedrosa comprendió que era sobre todo en el lugar de trabajo que la autocracia estaba instalada.
Sin embargo, en los últimos años los trabajadores se han encontrado con enormes dificultades para organizarse en luchas colectivas en el ámbito de las empresas. La tercerización y la subcontratación fragmentan a los trabajadores, y esta situación se profundizó debido a la introducción de horarios flexibles, a la expansión de contratos de trabajo a corto plazo y de actividades a tiempo parcial, y a la proliferación de empresas que alquilan fuerza de trabajo. Los obstáculos son aún mayores cuando se intenta movilizar de forma conjunta a empleados y desempleados. En algunos países, especialmente donde el desempleo y la economía paralela asumen dimensiones mayores, los piquetes y los boycots urbanos parecen ser un intento de sobrepasar las dificultades erigidas a la acción en el interior de las empresas. Estas nuevas modalidades de lucha son internas a la sociedad capitalista, porque operan en un espacio y un tiempo – el ocio – de los cuales el capitalismo se apoderó. Pero ¿cómo asegurar la continuidad de las movilizaciones de este tipo? ¿cómo consolidar convergencias puntuales afuera de las relaciones de trabajo estables? Eso exigirá que los trabajadores tejan nuevas redes de solidaridad en los lugares de residencia, oponiéndose a la disgregación y a la dispersión de los viejos barrios proletarios, que constituye hoy uno de los principales objetivos del urbanismo.
Es uno de los síntomas reveladores de la fase actual del capitalismo, que las acciones de protesta en el espacio y en el tiempo de los ocios sustituyan o colaboren con las acciones de protesta en el espacio y en el tiempo del trabajo.
Traducido al español por Primo Jonas.