Por Primo Jonas
Con el subtítulo “De las primeras cooperativas a Petrogrado y Barcelona”, el libro recientemente lanzado por Andrés Ruggeri, Ediciones Callao, impreso y encuadernado por trabajadores y trabajadoras de empresas recuperadas, se propone ser el tomo 1 de una colección histórica sobre la relación entre autogestión y procesos revolucionarios. Se trata de una obra introductoria a la temática que puede servir tanto de insumo para debatir la autogestión en general como para el debate sobre la historia de las revoluciones. De hecho, el enfoque del texto apunta a rescatar la historia para pensar los problemas actuales de la autogestión, sin tener grandes pretensiones historiográficas.
Empecemos entonces por lo positivo. En el lanzamiento del libro, una de las panelistas decía que le había sorprendido la existencia de autogestión en los procesos revolucionarios conocidos por ella de hace mucho tiempo, en cuanto militante. El tema no solía aparecer en los manuales o texto canónicos de las izquierdas. Por este simple hecho, el libro de Ruggeri ya merece toda recomendación, en contra de la tradición bibliográfica pobre y de culto practicada por la izquierda. Estamos hablando de una izquierda formada con los textos de grandes dirigentes, formada con los debates de comités centrales que necesitaban definir líneas para sus cadenas de transmisión, formada con los juegos de alianzas políticas y negociaciones coyunturales. Lo que esta militancia de izquierda pierde es justamente la historia de quienes hacen la revolución, y se queda con el relato de quienes estuvieron integralmente dedicados a discutir, mientras el grueso de los y las trabajadoras se dedicaba a la acción cotidiana. No debería sorprendernos, entonces, que la autogestión sea ignorada como práctica propia de la clase trabajadora, práctica tanto de resistencia como de ataque a los capitalistas, y pasa a ser encarada por los dirigentes como un peligro, una desviación, como un problema.
Otra virtud del libro es presentar a la revolución rusa como parte de un proceso más amplio en Europa, lo que nos permite ver, aunque quizás el autor no esté de acuerdo, que las revoluciones políticas no siempre expresan los mayores avances de la lucha o del pensamiento anticapitalista. La ola revolucionaria de fines de la Primera Guerra se desató en muchos de los países beligerantes, y se expandió en muchos otros lugares del mundo, incluidos países de América Latina, donde las Semanas Trágicas, las Huelgas Generales y la agitación anarquista se hizo muy presente. La formación y la relevancia alcanzada por los consejos de obreros y los comités de fábrica en los países europeos de por sí ya deberían llamar la atención como un proceso de masas internacional, a diferencia del partido semiclandestino de cuadros organizado desde el exilio, que vendría a ser fetichizado y embalsamado para la eternidad del siglo XX.
Una de las experiencias relatadas en el libro es la italiana, donde hubo un gran movimiento de toma de fábricas e intentos de autogestión (el “Bienio Rojo”, 1919-1920). Ruggeri hace un rescate del episodio con la ayuda de los textos de un primer Gramsci cercano a los anarcosindicalistas. Allí están los primeros famosos ensayos de un tipo de investigación, muy valorada desde los marxismos heterodoxos, que en este mismo país remarcaría la diferencia con la linea oficial del Partido Comunista y se nombraría “obrerismo”. Esto es, en lugar de tomar formalmente la idea de “clase trabajadora” y aplicarla dentro de un esquema ya dado de explotación y funcionamiento económico social, el pensador (sea un intelectual o un obrero) busca entender la clase por medio de un contacto directo con ella, no mediado por libros de sociólogos o dirigentes sino por la investigación constante y presente junto a esta clase. Pero para los comunistas de esa época lo único importante era el avance de las fuerzas productivas, la clase trabajadora era ya algo secundario (y los que se interesaban por ella, “obreristas”).
Como parte de la herencia politicista del ambiente de izquierdas, el autor toma la decisión de abordar los episodios y momentos históricos por dos vías, la historia de las prácticas y los debates políticos de los dirigentes. Esta opción del autor resulta en altos y bajos. Además de la exposición sobre los debates de Gramsci en el contexto del Bienio Rojo, es en el capítulo de la revolución española donde se toma el mayor provecho de los debates teóricos y políticos contemporáneos. Relegada al semi-olvido por parte de la tradición marxista, la revolución social en la península ibérica fue probablemente el episodio más masivo de autogestión económica, preparado por décadas de activismo y militancia de corrientes políticas que formaban individuos con iniciativa propia y autonomía. Época en que el anarquismo debatía la organización económica social, una necesidad para las corrientes que detentaban la hegemonía del movimiento obrero y que veían la inminencia de un período revolucionario.
Sin embargo, principalmente en el caso de la revolución rusa, el autor asume una posición de supuesta neutralidad, pero centrista en esencia. Al tratar de modo crítico las opiniones de Lenin y Trotsky, Ruggeri no deja de justificar ciertos derroteros políticos como “necesidades” de “momentos críticos”. Esto se expresa desde ya en la introducción, donde el autor arma una bolsa de gatos y dice que “anarquistas y marxistas, socialistas reformistas y revolucionarios, trotskistas y estalinistas, y más tarde maoístas, movimientos de liberación nacional o expresiones del pensamiento local de cada lugar […]. Todos contra el sistema del capital, a veces con mayor o menor éxito.” Esta frase da muestras de una ingenuidad intencionada del autor que necesariamente nos hace dudar un poco de sus intenciones. Al tomar los discursos políticos como valor nominal, en lugar de investigar sus expresiones históricas concretas, el autor hace un corto-circuito entre el estudio de las prácticas de la clase trabajadora y la valoración del discurso de los dirigentes de aparatos. La limitada profundidad historiográfica de la obra, que es un punto positivo para su función de texto introductorio y accesible a muchos públicos, debería justamente inhibir el autor de presentar justificativas para las decisiones políticas tomadas en nombre de la clase trabajadora, muchas veces con resultados funestos para esta. Solamente este centrismo político del autor explica el capítulo sobre la opinión de Lenin al respecto de las cooperativas, cuando este ya ni se movía de la cama y el capitalismo de Estado soviético se encontraba implementado. Es como si pudiéramos cuestionar a Lenin, pero no sin rendirle homenaje.
Los primeros capítulos del libro son sobre las primeras cooperativas y otros eventos y debates del siglo XIX. Allí Ruggeri expone que el trabajo sin patrones es tan antiguo como el propio capitalismo, o más antiguo aún si consideramos ciertas prácticas de sociedades tradicionales como autogestivas. Sin embargo, justamente cuando tratamos la cuestión de la revolución, hay un diferencial que no está directamente abordado en el texto pero que lo acompaña. Pues, ¿puede ser que la autogestión tenga el mismo contenido y el mismo significado tanto en momentos de paz social como en situaciones revolucionarias? ¿Tanto en sociedades tradicionales de subsistencia como en sociedades industriales? En tiempos en que las grandes corporaciones exigen perfiles “autogestivos” para la incorporación de trabajadores, y que prevalece el emprendedorismo de si mismo y cada fuerza de trabajo es su propia empresa, no podemos aceptar de forma ingenua las buenas intenciones de cualquier cosa que se diga autogestión. La idea misma de trabajar sin patrón fue abrazada por los ideólogos del poder empresarial, que nos empujan hacia un escenario “disruptivo”, de incertidumbre y de inestabilidad, como si todo eso fuera buenísimo. Estos son problemas muy contemporáneos de la autogestión, y que se relacionan de forma indirecta con las experiencias históricas. Tendremos que esperar para ver como Ruggeri, por ejemplo, aborda la experiencia yuguslava de “autogestión Estatal”. Al final, ¿qué significa que la autogestión sea implementada por decreto presidencial? ¿No se parece eso a las prácticas toyotistas de los círculos de calidad, o a la “proactividad” del trabajador para resolver problemas de la producción, tan valorada por las empresas hoy día? ¿Es lo mismo la autogestión como herramienta económica estatal o como parte del combate en contra del Estado? Seguramente no, la autogestión en si misma no es un valor, y debería llamar la atención la forma como es incorporada en momentos de paz social, incluso por gobiernos capitalistas, y como es rechazada en momentos revolucionarios, incluso por gobiernos “obreros”.
Pero justamente para seguir debatiendo estas temáticas, el libro de Ruggeri (y los tomos siguientes que están por escribirse) es un aporte importante para elevar el nivel de la discusión y para estimular una formación más completa sobre los episodios revolucionarios del siglo XX.
Ilustram este artigo obras de František Kupka.