Por João Bernardo

El capitalismo es un sistema estructuralmente desequilibrado y con desfasajes permanentes, se fundamenta en un antagonismo social y se desarrolla por medio de la recuperación de sus efectos. La contradicción inherente al proceso de explotación establece el cuadro general en el interior del cual se multiplican los desequilibrios y las irregularidades del funcionamiento económico.

Ambos polos del plusvalor encuentran su valor definido por el mismo criterio, el del tiempo de trabajo incorporado. Pero el desfasaje cualitativo que opera en el aporte de tiempo de trabajo, entre su porción paga y la no paga, hace que la fuerza de trabajo, por la misma acción que incorpora valor, sea capaz de instaurar el desfasaje cuantitativo entre su propio valor y el del producto. La teórica homogeneidad de la esfera de los valores, producto del empleo de un solo criterio de definición, tiene como fundamento el desfasaje práctico del proceso de explotación. Se equivocan, por eso, todos aquellos marxistas, y son la aplastante mayoría, que a partir de la homogeneidad teórica de los valores deducen la posibilidad de exprimirlos mediante un sistema numérico único y homogéneo. Acá no se distinguen de los demás economistas académicos, para quienes solamente es pertinente aquello que es mensurable y que emplean exclusivamente sistemas de medida previamente establecidos. En realidad, la cuestión central está en la elección de estos sistemas, que deja implícita su pretendida homogeneidad. Partiendo del principio de que solo es real lo que puede ser medido, los economistas académicos seleccionan aquello que pretenden presentar como real mediante el empleo de sistemas de medición restringidos, que desde el inicio excluyen los factores cuya realidad se busca negar o, más exactamente, sobre la cual no se pretende reflexionar. A pesar de las muchas diferencias que las separa, tanto las corrientes mayoritarias en el marxismo como varias otras corrientes académicas están de acuerdo en un presupuesto: atribuir a la realidad económica – que para los marxistas es la esfera de los valores – una pretendida homogeneidad numérica. Pretendo mostrar que, al contrario, es precisamente porque resulta de la acción de una fuerza de trabajo explotada, que la homogeneidad teórica de los valores se constituye en permanentes desfasajes cualitativos y cuantitativos.

Y, como esta acción de la fuerza de trabajo es indeterminable de antemano en sus resultados exactos, como las capacidades creativas del valor de parte de los trabajadores, al ser inseparable de cualquiera de las múltiples manifestaciones de la lucha de clases, no da origen a cantidades fijas. Entonces este cuadro no sólo es estructuralmente desequilibrado sino, además, es abierto y siempre variable. Los desfasajes y su carácter irregular e imprevisible caracterizan el capitalismo. El desequilibrio estructural no es meramente sincrónico sino que, por su imprevisibilidad, se proyecta diacrónicamente.

En esta proyección, el desarrollo capitalista es sinónimo de plusvalor relativo. Al mismo tiempo que posibilita una cantidad creciente de nuevos valores, el aumento de la productividad implica la permanente desvalorización de los productos resultantes de los estadíos tecnológicos anteriores, se trate de bienes materiales y servicios, o bien de la devaluación de la fuerza de trabajo en ejercicio por la entrada en actividad de una nueva generación de trabajadores más calificados. Sólo una parte de esta devaluación resulta en la ganancia extra de la que se benefician los capitalistas que controlan las empresas tecnológicamente innovadoras. La parte restante implica una pérdida de valores, no realizados en provecho de ningún capitalista. Así, los mecanismos que aseguran la creación exponencial de valor conllevan, al mismo tiempo, a pérdidas de valor. Por esto es desprovista de fundamento la equivalencia que Karl Marx estableció tan frecuentemente – aunque ocasionalmente comprendiese también lo contrario – entre el valor del output total y la suma total de los precios. Si esa equivalencia no tiene razón de ser, entonces se pierde cualquier validez la concepción de los precios particulares como expresión, directa o transformada, de los valores particulares; sólo una correspondencia global entre ambos conjuntos podría justificar la pretendida relación de expresión entre las partes componentes de uno y otro. Y, si es imposible concebir la multiplicación del conjunto de valores, gracias al plusvalor relativo, sin al mismo tiempo constatar las permanentes pérdidas de valor, entonces una vez más se concluye que la esfera de los valores no encuentra expresión en ningún sistema numérico homogéneo. Incluso, como toda variación del valor en un estadío tecnológico dado repercute sobre el de los productos ya existentes, el movimiento recíproco al de la pérdida de valor también se verifica. Cuando, por cualquier razón natural o socio-económica, las condiciones de producción de un bien dado son dificultadas y la productividad disminuye, aumentando así el valor de cada uno de los bienes producidos a partir de entonces, aumenta también el valor atribuido a los bienes del mismo tipo fabricados en las condiciones anteriores. Por eso, se vuelve doblemente imposible establecer cualquier equivalencia entre el valor del output global y la suma total de los precios.

Además de eso, la regla sin excepción es la heterogeneidad de los múltiples procesos en que consiste el desarrollo general de la productividad, dado que este ocurre en un sistema de integración económica diversificada y jerarquizada, dentro del cual ocurre la competencia intercapitalista en la producción y la desigual distribución del plusvalor. Una vez más se articula el desequilibrio sincrónico con el diacrónico, debido a las permanentes alteraciones en el ritmo de cada proceso de productividad y también a los desfasajes que entre ellos se verifican.

La existencia de las crisis no cambia en nada este panorama. Cada crisis debe ser entendida como un punto de precipitación de las contradicciones que el capitalismo presenta en cualquiera de sus otros momentos. En las crisis las condiciones de funcionamiento del sistema se agravan y sus causas son las del propio sistema; su especificidad, en cuanto retracción del capital, es la de generar la devaluación, la cual, en un ámbito más reducido, es un aspecto siempre indisociable del proceso del aumento de la productividad. También durante una crisis los ritmos de devaluación no son ni regulares, ni simultáneos. Los desfasajes y las irregularidades que se verifican entonces constituyen repercusiones específicas de los desequilibrios estructurales.

Y dado que este desequilibrio estructural se debe al carácter antagónico y contradictorio de las relaciones sociales, su vigencia no es en nada determinada, siquiera condicionada, por el aspecto físico de los productos económicos. Cada bien considerado particularmente, tanto si pasa por una serie de transacciones, como si se mantiene en manos de un mismo capitalista que lo emplea en un proceso de fabricación dado, puede servir de soporte a sucesivos precios, más altos o más bajos, en una secuencia imprevisible de antemano, y con amplitudes de variación menos anticipables aun. Ni hay correspondencia entre un producto resultante de un estadío tecnológico dado y los valores que posteriormente le puedan ser atribuidos; ni entre cada uno de estos valores y cada uno de los precios a que el producto sirve de soporte. Desde este punto de vista, aquello que, en los términos de Karl Marx, constituye la problemática de la “transformación de los valores en precios”, se circunscribe, en el modelo que acá propongo, a la transición de la esfera de la extorsión del plusvalor para la esfera de su distribución intercapitalista. Como mostré en la sección anterior, los capitalistas se apoderan primero de forma global del plusvalor producido por la totalidad de la clase trabajadora, y sólo después lo distribuyen entre sí, hasta la apropiación final, por cada uno, de la fracción que le corresponde. En este modelo no hay ninguna relación de expresión, directa o transformada, entre el valor de un bien dado y cualquiera de sus precios posibles. Niego, por lo tanto, que la esfera del valor pueda ser expresada por un sistema numérico homogéneo, que sería el sistema de los precios. Pero al hacerlo, doy origen a otro problema: el sistema de los precios recurre, para estar vigente, al empleo del dinero. Las formulaciones marxistas clásicas que se refieren a la “transformación de los valores en precios” analizan, en realidad, el pretendido pasaje de valores establecidos en términos de tiempo de trabajo hacia los otros valores que toman como patrón unidades monetarias. Entonces, al negar la correspondencia expresiva entre un valor dado y una cantidad dada en dinero, ¿qué función atribuyo a la esfera monetaria?

El dinero es – en el capitalismo, y es solamente de él que me ocupo acá – la condición para el funcionamiento de los desequilibrios, de los desfasajes y de las irregularidades imprevisibles. El dinero no constituye solamente, como bien lo definió Keynes, un enlace entre el presente y el futuro; posee esa función diacrónica porque es la condición operacional de los desequilibrios estructurales. Montos de dinero no constituyen ni expresiones directas, ni transformadas o desvirtuadas de valores. El dinero, en el capitalismo, es el agente de la relación entre valores, en cada momento y a lo largo del tiempo. Los tipos de dinero que desde el inicio de este modo de producción más rápidamente proliferaron y ampliaron su ámbito, hasta alcanzar la exclusividad, constituyen la condición para que, en un sistema permanentemente desequilibrado y variablemente desfasado, los valores puedan relacionarse entre sí. Defino los precios como la realización monetaria de relaciones sociales dadas, que tiene los productos como soporte. En esta perspectiva, la problemática de los precios encuentra otra razón de ser. El dinero no constituye, en los precios, ni una copia, ni una apariencia de los valores. No es cada valor lo que se transforma en un precio; son las relaciones sociales determinantes de los valores lo que requieren el dinero, en la forma de los precios, para poder conjugarse de manera desequilibrada y desfasada.

El dinero tampoco es, como tantas veces se entiende en una concepción superficial de la vida económica, el lugar de las crisis posibles. El dinero es una condición operacional adecuada a la existencia de crisis, tal como permite el funcionamiento de todas las formas de desfasaje y de irregularidades que caracterizan cualquier momento de la vida económica. Incluso, los brotes especulativos y las catástrofes financieras sólo ocurren cuando la realidad no confirma las previsiones, esto es, cuando la tasa de crecimiento se queda muy abajo de lo supuesto y el aumento de la emisión monetaria supera el aumento del output. Solamente por moralismo es que tantos economistas pueden a esta altura tildar de “especulación” lo que hasta entonces había sido considerado como “movilización útil de los ahorros”. No es que la especulación atrae capitales que, si no fuesen por ella seducidos, hallarían empleo en la reproducción de la escala ampliada de la economía. El orden de los factores es la inversa. Es porque, en ciertos momentos, los capitales no encuentran otra aplicación que se lanzan a la especulación, la cual constituye, a corto plazo, uno de los elementos de la devaluación general del capital.

En suma, sobre la articulación entre la esfera monetaria y la esfera de los valores, debemos pensar exclusivamente en términos de series, y no de montos. El dinero no existe sobre los valores, sino en la irregularidad de las relaciones entre ellos. El uso del dinero permite, mediante las series de los precios, los desfasajes y los desequilibrios entre los valores contemporáneos y los valores sucesivos, lo que quiere decir que posibilita prácticamente las contradicciones y las transformaciones irregulares de las relaciones sociales que soportan esas cadenas de valores. No es que una suma de unidades monetarias dada se refiere a un valor cualquiera. Un monto monetario, esto es, un precio, sólo adquiere significado cuando está integrado en una sucesión de otros precios y cuando es comparado con otras cadenas de precios, en los movimientos desfasados e irregulares que permanentemente alteran esas series y las relaciones entre ellas. El significado del dinero no se halla en cada uno de los actos de su empleo, sino precisamente en las variaciones que ocurren de un acto a otro. Es en ellas que el dinero cumple su función práctica. En resumen, el dinero, en el capitalismo, sólo tiene significado como unidad para el establecimiento de precios; los precios no tienen cualquier realidad en forma aislada, sino que solamente en series; las series de precios, en su heterogeneidad y en sus variaciones, son la condición operacional de los desequilibrios estructurales de la esfera de los valores y de las relaciones sociales que los fundamentan. El dinero no expresa valores; permite el funcionamiento desequilibrado e imprevisible de este modo de producción.

El abordaje de los fenómenos monetarios que propongo acá escapa enteramente al dilema que ha polarizado a tantos economistas, entre aquellos que se restringen a una economía que tildan de “real”, pretendiendo así delinear una esfera de la cual excluyen el dinero, considerado como expresión transparente o, en el peor de los casos, una perturbación que no habría que tener en cuenta en los niveles más abstractos del análisis; y aquellos para quienes el dinero y, en general, el fenómeno de los precios constituyen un segundo nivel de la realidad, que debe ser agregada a la economía “real” para que se obtenga el cuadro completo. No comparto ninguna de estas posiciones. El mecanismo monetario no es accesorio ni separable del resto del funcionamiento económico. El dinero es, en el modelo que acá presento, precisamente la condición para que la economía pueda funcionar y pueda, por lo tanto, ser real. Fue necesario esperar para afirmarlo debido a la necesidad de analizar primero extensivamente los desequilibrios estructurales del capitalismo, antes de seguir a la definición del dinero en cuanto condición para la operatividad de esos desequilibrios. El lector podrá ver en los otros capítulos de esta sección, cuando yo describa en rasgos generales las formas de funcionamiento del dinero, como él está implícito en todos los modelos de desequilibrio y desfasaje expuestos hasta acá, esto es, en todo el análisis de la trama de relaciones sociales.

Y así, una vez más desplazo las categorías marxistas tradicionales, como lo he hecho para la mercancía, el mercado, y la competencia. El mismo cuadro de análisis, que me permitió relacionar la competencia intercapitalista por la distribución de los frutos de la explotación con el antagonismo entre trabajadores y capitalistas por la producción y extorsión del plusvalor, me permite ahora situar la vigencia del dinero en la esfera de la producción. Dado que afirmo que los productos, en el capitalismo, adquieren el carácter social en el propio proceso por el cual son producidos, puedo desplazar el dinero de la esfera de la circulación, donde es tradicionalmente analizado, a la esfera de la producción. Al remitir el dinero al desequilibrio de las relaciones sociales, lo entiendo en relación directa con la dinámica social, y no indirectamente, como piensan los que lo consideran una expresión de las relaciones congeladas en valores. Quizás las diatribas de Marx contra Proudhon a propósito del dinero se deban precisamente al hecho de que este último concebía cada trabajo particular como ya dotado de carácter social, ya que, según él, solamente con la existencia del colectivo de trabajadores es posible la explotación capitalista, gracias a las economías de escala así logradas. Por otro lado, Marx, al restringir la atribución de un carácter social de los productos a la esfera de la circulación, se limitó a una concepción del dinero exclusivamente tradicional. Bajo esta óptica, el modelo que propongo se encontraría, quizás, en cierto linaje proudhoniano.

Si las relaciones sociales se establecen directamente, y no mediante mercancías definidas como tales en la esfera de la circulación, entonces el dinero, como vehículo operativo de los desequilibrios, no es expresión de las mercancías, ni él mismo constituye una mercancía. Esta concepción está en las antípodas de aquella seguida por Karl Marx. Fue debido a que sociabilizó el producto exclusivamente en la esfera del mercado y, en consecuencia, tuvo que admitir que la forma equivalente sólo puede ser llenada por una mercancía, que Marx reconoce necesariamente, no solo el carácter de mercancía del soporte material del dinero, sino también el carácter de mercancía del propio dinero. Marx consideraba el papel-moneda, el dinero de crédito y, en suma, todas las formas de dinero que no tuviesen la apariencia del metal precioso, como meros símbolos del dinero metálico, y los remitía siempre a la pretendida mercancía-dinero. Incluso juzgaba que este dinero presuntamente simbólico resultaría de transformaciones operadas históricamente a partir del dinero metálico, lo que es un error fáctico, como quizás ya no se ignorase en la misma época de Marx, pero que hoy ya es bien conocido, especialmente en la serie de investigaciones de Abbott Payson Usher y de De Roover. Y, al mismo tiempo que se refería siempre con neutralidad al dinero-metal precioso, a ese pretendido dinero-mercancía, Marx reservaba sarcasmo y expresiones peyorativas para el papel-moneda, el dinero de crédito y para las demás formas consideradas meramente simbólicas, que presentaban algo de perverso o mismo ficticio. Esta reducción teórica del dinero al dinero-metal precioso, asimilando una forma económica a su soporte material, constituye de parte de Karl Marx un caso extremo de fetichismo, esto es, de la materialización de las relaciones sociales, que él había criticado tan efectivamente en otros momentos de su obra. Así es que fue llevado, en los términos de referencia de su propio modelo, a la más extraña de las paradojas, pues al afirmar que la función monetaria constituye el valor de uso del metal precioso, este se vuelve dotado de un carácter innato de mercancía, sociabilizándose inmediatamente a la salida de la producción, mientras los otros bienes solamente lo harían en el mercado. El carácter social de este pretendido dinero-mercancía sería así inherente a su forma material.

El lugar de primacía inicialmente atribuido al dinero-metal precioso, mientras era considerado garantía de la emisión de los billetes, reflejó la importancia social que aun guardaba la aristocracia. De los tipos pre-capitalistas de dinero, el metálico, por la asociación con el atesoramiento, había sido siempre el más estrechamente asociado a la aristocracia señorial. Mientras el aumento de la producción del oro y de la plata permitió acompañar el aumento del dinero en circulación y después, en una etapa siguiente, el simple aumento de las reservas consideradas necesarias, estos metales preciosos pudieron, sin inconvenientes prácticos, continuar desempeñando su papel en la esfera monetaria. Sin embargo, cuanto más amplio se hacía el desarrollo del capitalismo y cuanto más voluminosas, por ende, las emisiones monetarias, tanto más reducida se volvía la fracción del total que ocupaba el dinero metálico. En los términos legales, la cobertura requerida en metal precioso para la emisión de billetes por los bancos centrales fue progresivamente complementada por otras formas de dinero, como las divisas extranjeras, letras comerciales, títulos de tesoro, obligaciones de gobiernos y otros títulos. La tendencia histórica fue hacia la reducción y, después, la abolición de los requisitos legales de reserva metálica en relación a la emisión de billetes. A partir de entonces el fetichismo del dinero, compartido no solamente por la generalidad de los discípulos de Marx, sino también por las otras corrientes de la economía académica, entró en flagrante contradicción con la práctica económica. Pretender que el metal precioso sirve de garantía a una masa monetaria que lo supera cada vez más exponencialmente es condenar al absurdo el concepto de garantía. Y estipular que ciertos tipos de dinero no-metálico sirvan de reserva para la emisión de dinero no-metálico de otro tipo es, en estos términos estrictos de una problemática de garantía, un círculo vicioso en que las varias formas de dinero se garantizan recíprocamente. Bajo el punto de vista social, ese círculo vicioso refleja la completa superación de la aristocracia por las clases capitalistas, que recurren a los tipos de dinero que les son propios; pero, como esta transformación profunda es concebida desde una perspectiva fetichista, se intenta a toda costa presentar una ultima ratio, una forma primacial de dinero que sirviese de cobertura y garantía a las demás. Son pocos ya, hoy, los que pretenden que ella debería consistir en uno u otro metal. Pero muchos economistas académicos, que no caen en formas tan crudas del fetichismo y abandonan el mito del dinero material, aún así no dejan de buscar cuál de los tipos monetarios capitalistas sería el fundamental y básico. Una problemática sin sentido, pues si el dinero no expresa valores, sino que vuelve operativa la relación entre sus desfasajes, entonces no es una mercancía lo que garantiza cobertura al dinero. No importa el tipo que sea, el dinero en el capitalismo adquiere validez solamente porque, y en la medida en que, se reproduce la actividad productora de plusvalor.

En la evolución histórica de este proceso, el problema de la cobertura-oro o plata no fue más que una ficción destinada a invertir ideológicamente las circunstancias reales. Lo significativo no era el porcentaje de papel-moneda al cual debiera corresponder la reserva de metales preciosos. Al contrario, fue absolutamente decisivo el hecho de que el dinero metálico correspondiera a una fracción cada vez más pequeña de la masa total de papel-moneda y dinero de crédito. Era la parte restante que tenía importancia y en ella, por su capacidad multiplicadora y por ser originalmente ajena al dinero metálico, le tocó un papel decisivo al dinero de crédito. Por un lado, en el proceso de aumento de la productividad, el crédito deviene del desarrollo de la integración económica, globalizando los capitales que, mediante tal concentración, enfrentan a la fuerza de trabajo cada vez más estrechamente asociados; y las operaciones de crédito constituyen también, por otro lado, mecanismos de la distribución desigual del plusvalor. Si concebimos, como propongo, que el plusvalor es previamente apropiado por el conjunto de los capitalistas, para que después sea distribuido de forma desigual entre ellos y sólo entonces apropiado por capitalistas o grupos de capitalistas en particular, podemos entonces entender la importancia del crédito y la variedad de sus efectos. En un único pasaje de El Capital, en el capítulo XXXVI del Libro III, Karl Marx reveló este tipo de comprensión, que sin embargo nunca lo inspira en las ocasiones en que retomó la cuestión del crédito. Ajeno a cualquier modelo que globalice los capitalistas en la apropiación del plusvalor, él fue incapaz de elaborar una teoría general del crédito. Las sociedades por acciones son, junto con las operaciones de crédito propiamente dichas, elementos constitutivos de los sistemas financieros y, así, también le escapó a Marx la importancia de las sociedades por acciones, a las que en numerosos pasajes no les confiere la debida relevancia, o ni siquiera las menciona cuando el contexto lo exigiría. Es cierto que los mecanismos financieros eran en gran medida incipientes en la época en la que él escribía su obra principal. Pero eso no constituye una justificación, pues para muchos otros fenómenos que entonces apenas podían entreverse, fue de una perspicacia sin par, analizándolos en términos que, casi un siglo y medio después, no están superados. Al no elaborar una teoría general del crédito y de las sociedades por acciones, y al relacionar todas las formas de dinero con el dinero-metal precioso, Karl Marx estaba obedeciendo a las exigencias de su modelo, en el cual solamente por medio del mercado lo productos obtienen un carácter social y donde, por lo tanto, hay que considerar al dinero como mercancía.

Ya en época de Marx estas teorías monetarias eran inadecuadas a los desarrollos reales, aunque la contradicción no fuese tan aparente. Pero hoy es absolutamente imposible a los discípulos mantener la ortodoxia en lo que se refiere a la reducción de las formas de dinero al dinero-metal precioso, considerado como mercancía. Ni los firuletes teóricos de Michel Aglietta, que son acompañados por Lipietz, les permite salvar la situación. Ellos parten de una distinción entre el dinero en tanto equivalente general en los intercambios de mercancías y el dinero creado en las operaciones de crédito entre capitalistas, para entonces concluir que este último, aunque originario de una relación privada, adquiere carácter social al circular después como representante del equivalente general. El dinero-mercancía aparecería, así, como la referencia objetiva en la cual habría que convertir el dinero de crédito. La contradicción teórica me parece obvia, pues precisamente cuando un proceso de creación de dinero, el crédito, se refiere a la actividad de producción de valores, se pretende referirlo a un otro tipo de dinero, supuestamente la expresión de valores ya producidos. Es iluminador el sentido al que apuntan las preocupaciones de estos economistas. Cuando se enfrentan con el trabajo en proceso, retroceden y es siempre a los productos acabados, al trabajo muerto, que terminan remitiendo, porque para ellos la actividad en la producción solamente adquiere carácter social en el momento en que, por intermedio de sus productos, alcanza la esfera de la circulación. Y se confirma, así, que un cuadro teórico donde no se concibe una relación social en la producción requiere de la atribución al dinero de las características de mercancía. Sin embargo, solamente a través de grandes paradojas y distorsiones consiguen concebir de este modo los tipos de dinero que proliferan en el mundo contemporáneo. Solamente al costo de una profunda hipocresía teórica y, al final, de un sacrificio de la coherencia global del sistema de Marx, es que alguien puede afirmarse como ortodoxo en el campo marxista y, al mismo tiempo, reconocer en la práctica la existencia patente de las formas de dinero hoy vigentes.

La inconsistencia de las tesis que pretenden presentar el dinero como mercancía o lo reducen a eso no se resume, sin embargo, a la época capitalista. Karl Marx proyectó restrospectivamente su concepción mítica del mercado de libre-competencia en una pretendida “producción mercantil simple” que, en cuanto forma pre-capitalista, es también una mera fantasía, sin ninguna existencia histórica. Ahora bien, el análisis de los sistemas económicos pasados revela que el dinero, en cuanto tal, tendía a distinguirse de las mercancías, por lo que la genealogía histórica del dinero-mercancía en Marx es un linaje ficticio. En los contextos socioeconómicos en que prevalecía el sistema de intercambio de regalos y el trueque, el empleo de dinero constituía una posibilidad accesoria; cuando un bien dado servía como dinero, ese soporte material podía ser objeto de regalo, de permuta o mercancía, pero no al mismo tiempo que era dinero, y precisamente en la condición de que no lo fuera. Lo que caracterizaba este sistema era la posibilidad de oscilación de un mismo bien material entre dos funciones económicas radicalmente distintas: o bien un artículo de regalo, trueque o mercancía; o bien dinero.

Son incontables los hechos que lo comprueban, en múltiples civilizaciones en África, en Oceanía, en Asia y en Europa. En numerosísimos casos, el desarrollo histórico acentuó la separación entre el dinero y su soporte material en cuanto regalo, objeto de intercambio o mercancía, introduciendo diferenciaciones físicas que pasaron a patentar la distinción entre las funciones económicas. Sucedió con mucha frecuencia que un bien corrientemente preferido y que, por lo tanto, figuraba muchas veces entre los regalos y en las operaciones de trueque, fuese también, en virtud de esa difusión, utilizado como soporte de la función dinero. Están documentados así múltiples casos de alteración de bienes, en pos de tornarlos impropios para cualquier otro uso que no fuese el monetario. Armas e instrumentos de trabajo metálicos, al mismo tiempo utilizados en sus funciones específicas y como dinero, empezaron progresivamente a dividirse entre aquellos que eran fabricados en su forma usual y aquellos que sufrían alteraciones en su formato, eventualmente variaciones acentuadas en la dimensión, que los dejaba sin cualquier posibilidad de corresponder a su uso original, y los reservaban para la función monetaria. En estos casos, coexistían las armas e instrumentos que por su forma podían servir en la guerra o en otros oficios productivos y aquellos que, en virtud de las modificaciones introducidas, eran exclusivamente destinados a funcionar como dinero. La materia prima metálica de estos tipos de dinero podía todavía ser utilizada para la fabricación de armas verdaderas u otros utensilios, y esta oscilación material entre la forma adulterada y el aprovechamiento de la materia prima correspondía a la oscilación económica entre la función monetaria y las otras funciones. Pero a veces el objeto con la forma adulterada se difundía en su empleo monetario a otras civilizaciones, donde no existía previamente cualquier utensilio con una forma correspondiente. Son más sugestivos aún los casos en que varios tipos de telas o tramas, inútiles o tornadas inútiles, eran utilizadas como dinero. En este caso la materia prima era voluntariamente deteriorada, haciéndola irrecuperable, lo que imposibilitaba la oscilación entre la función monetaria y las otras funciones; la separación material de la forma dinero fue, en estos casos, completa. Particularmente reveladores de un esfuerzo quizás aún más considerable son los ejemplos en que, mediante la selección de las especies y manipulaciones varias, se obtenían deformaciones en ciertos animales, que los marcaban como reservados para el dinero, diferenciados de sus congéneres. Y en una civilización como la china, donde las formas mercantiles alcanzaron desarrollos tan grandes, se encuentran tipos de monedas metálicas en las que figuraban instrumentos y otros objetos; o en Japón, donde ciertas monedas metálicas utilizadas como dinero representaban esquemáticamente cestos de arroz. Vemos cómo ni siquiera el pasaje a otros soportes materiales borró los rasgos de esta diferenciación progresiva. Finalmente, valdrá la pena recordar que a partir de Creta y de Chipre, hachas doble, con un formato que les quitaba la posibilidad de uso material, se difundieron en el continente europeo, donde habrían quizás servido como dinero. Tal parece ser el caso dado que ya en época romana aparecen figuradas en las monedas metálicas.

Es cierto que no todos los elementos preferidos de regalos o de trueque sufrieron ese proceso de diferenciación. En muchos casos, objetos, animales y cereales continuaron en la misma forma útil siendo empleados en los sistemas de regalos y permutas, y en los de dinero. Pero pienso que los casos de diferenciación referidos, por su alta frecuencia y por la generalidad con la que ocurrieron, son indicativos de una fase transitoria en una larga evolución, que todas las civilizaciones atravesarían tarde o temprano, a partir del momento en que el recurso al dinero lograse suficiente regularidad. Al menos el sentido de las transformaciones queda definido de forma indudable. Cuando surgió el dinero completamente especializado, eso ocurrió precisamente como ruptura, no en asociación, con la forma mercancía. El desarrollo histórico no produjo cualquier dinero-mercancía, sino un dinero anti-mercancía.

Traduzido para o Passa Palavra por Primo Jonas

As obras que ilustram o artigo são da autoria de Georges de La Tour (1593-1652)

 

1 COMENTÁRIO

  1. CAOSMOSE
    Enquanto houver dinheiro, nunca haverá o suficiente para todo mundo.
    O dinheiro é o algoritmo gestor da perenização da escassez.
    Entre (beAMONGtween) a possibilidade e a probabilidade do devir comunidade humana mundial, cabe um metaverso de fake news.

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