Por Raúl Zibechi

El 28 de abril hubo un paro general convocado por las centrales sindicales contra la reforma tributaria, que pretendía recaudar 6.500 millones de dólares en impuestos a los sectores populares y clases medias a través del IVA y otros gravámenes al consumo.

La convocatoria abrió una brecha por la que se fue colando la gigantesca rabia acumulada por una juventud que viene sufriendo todas las frustraciones imaginables, desde la precariedad laboral, la pobreza y la falta de perspectivas hasta el permanente acoso de las policías hacia sus modos de vida en las grandes ciudades.

En pocas horas, los sindicatos y las dirigencias de la izquierda fueron desplazadas por la masiva irrupción juvenil que desbordó cualquier posibilidad de canalizar la protesta por los cauces institucionales. El resto lo puso el Escuadrón Móvil Anti Disturbios (Esmad), el más odiado cuerpo represivo encargado de reprimir manifestaciones y concentraciones tanto en las ciudades como en las regiones rurales.

En los siete primeros días de paro y marchas, hubo alrededor de 40 muertos por la policía, más de 1.400 lesionados, una larga decena de mujeres violadas, unos mil detenidos y más de 400 desaparecidos, jóvenes que salieron a protestar y nunca volvieron a sus casas. Día a día las cifras que aportan los organismos de derechos humanos, cuyos activistas son también objeto de la prepotencia policial, crecen y se convierten en datos difíciles de comprobar por la mezquina actitud de las autoridades.

El paro que se inició contra la reforma impositiva, se continuó con la denuncia de la represión pero, a medida que pasaron los días, la demanda central pasó a ser el fin del uribismo (régimen ultraderechista inspirado en el expresidente Álvaro Uribe), sector al que pertenece el presidente Iván Duque. En Colombia, quien dice uribismo está diciendo neoliberalismo liberal y represivo estilo Bolsonaro.

La represión y la militarización de la sociedad es la seña de identidad del uribismo. Desde que se firmaron los acuerdos de paz en 2016, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) reportó el asesinato de 1.140 líderes sociales por grupos armados ilegales que cuentan con la protección del Gobierno y de las fuerzas armadas y policiales. La violencia ha erosionado la gobernabilidad, cuando todos los sectores de la sociedad pueden contemplar la impunidad de los asesinos que siempre atacan a las organizaciones sociales.

El pésimo manejo de la pandemia ha sido la gota que colmó la paciencia de las juventudes colombianas. Hasta ahora se ha conseguido vacunar apenas al 10% de la población, mientras la ocupación de las unidades de cuidados intensivos supera el 90%, llegando al 99% en Medellín, 94% en Bogotá y 92% en Cali (https://lasillavacia.com/).

Luego de fracasar en su intento de imponer la militarización, ya que los gobernadores de las tres principales urbes que suman el 40% de la población rechazaron la medida, el gobierno de Duque profundizó la represión, mientras hacía un llamado al “diálogo” con todos los actores políticos y sociales. En los próximos días, quedarán diseñado el fin de la huelga y de la protesta y la salida política a este inédito desafío popular a una de las elites más reaccionarias del continente.

Sin embargo, el movimiento actual tiene antecedentes en la última década. En octubre de 2008 se realizó la Minga de Resistencia Social y Comunitaria, propuesta por el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), la principal organización indígena que aglutina a nueve pueblos originarios del sur del país. La Minga llegó a Bogotá luego de recorrer el Valle del Cauca recogiendo el apoyo de los cortadores de caña, casi todos afrocolombianos pobres que estaban en huelga por salario y condiciones de trabajo.

La Minga sedimentó en una de las principales organizaciones político-sociales del país, con la creación del Congreso de los Pueblos en la Universidad Nacional de Bogotá, donde confluyeron pueblos indígenas y negros, estudiantes, campesinos y trabajadores.

En 2013 se realizó un impresionante el paro agrario contra las consecuencias del TLC con Estados Unidos, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, con la creación de las “dignidades” campesinas que fueron un golpe muy duro para la hegemonía terrateniente en las zonas rurales. En 2019 ante un paro convocado en noviembre, se produjo el primer gran desborde juvenil desde abajo, siendo la primera oportunidad en la que los jóvenes toman la iniciativa política a través de su masiva participación en la calle.

El 8 de setiembre de 2020, en plena pandemia que había forzado un repliegue del movimiento de protesta, se produjo una enorme reacción juvenil ante el asesinato por la policía del abogado Javier Ordóñez en Bogotá. Miles de jóvenes atacaron y quemaron decenas de Comandos de Acción Inmediata, instalaciones policiales en los barrios, pero la policía dio muerte a 20 personas y provocó heridas a más de 400.

La enorme movilización actual, representa el pico más alto de un ciclo protesta que puede haberse iniciado hacia fines de 2019, coincidiendo con las movilizaciones en Chile y Ecuador. Colombia se encuentra en un momento decisivo de su historia, que puede desembocar en una dictadura o una guerra civil no declarada, o producirse un quiebre de la dominación oligárquica.

En este punto, debemos recordar que a diferencia de Argentina (donde la oligarquía terrateniente quebró por la irrupción obrera el 17 de octubre de 1945) o de Brasil (donde esa clase fue domesticada por los gobiernos del Getúlio Vargas), en Colombia nunca fue posible promover cambios, ni desde abajo ni desde arriba.

El 9 de abril 1948 fue asesinado el dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, que encabezada un amplio movimiento popular anti-oligárquico, dando inicio a una larga guerra (conocida como La Violencia), que nunca finalizó pese a los diversos pactos y acuerdos de paz.

En 1972, la misma oligarquía terrateniente boicoteó una tibia reforma agraria del presidente Alfonso López Michelsen, en el marco de la Alianza para el Progreso. Ante los avances reformistas en ancas de un movimiento campesino impulsado inicialmente desde la presidencia, los grandes hacendados firmaron el Pacto de Chicoral, que frenó en seco incluso los cambios más moderados imaginables.

El aspecto más positivo de la actual coyuntura, es que los cientos de miles de jóvenes en las calles no responden a ninguna estructura burocrática, rechazan la dirección de vanguardias y luchan según sus propios criterios. La única referencia que aceptan, es la del mundo nasa/misak del Cauca, que se ha hecho presente en Cali, por ejemplo, a través de la Guardia Indígena que apoya, cuida y acompaña las movilizaciones desde su larga experiencia y potente organización comunitaria.

Las obras que ilustran el artículo son de Oscar Murillo (1986-).

 

O artigo foi traduzido ao português pelo Passa Palavra: leia aqui (El artículo fue traducido al portugués por Passa Palavra: léalo aquí).

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