Por Alina Bárbara López Hernández
Ponencia presentada en la XXVII Conferencia Anual de la Asociación de Estudios sobre la Economía Cubana (ASCE), Miami, julio de 2017.
Una de las mayores controversias entre los teólogos medievales se suscitó en torno a los conceptos. Un grupo, los realistas, defendía la tesis de que los conceptos creaban al mundo sensible, este existía solamente si se le nombraba; el otro grupo, los nominalistas, por el contrario, opinaba que los universales o conceptos eran nombres utilizados para describir al mundo sensible que existía.
¿Y por qué revivir esta antigua disputa teológico-filosófica en un evento que se dedica a estudiar la economía cubana? Confieso que al ser invitada a la conferencia de ASCE me sentí preocupada, ¿qué podría aportar una historiadora y filósofa a tantos colegas que se dedican al concreto mundo de la economía? Pero ocurre que la economía y sus cambios están determinados por la política, y como afirmara el marxista italiano Antonio Gramsci, la política se manifiesta en la filosofía que caracteriza a una época.
Particularmente en Cuba, donde los anunciados cambios de la última década no han estado arbitrados por alguna institución académica o científica, líder teórico, o escuela de pensamiento económico; sino que han emanado del propio gobierno de manera autónoma, es muy necesario develar en qué método científico se apoyan y qué filosofía de la historia es la propia del gobierno cubano; solo así podrán comprenderse la dirección y velocidad de las transformaciones. Intentar entender la economía de la Isla sobre la base de sus dinámicas internas y olvidar que la economía es un elemento, aunque cierto que decisivo, en el complejo entramado social, puede crear falsas expectativas entre los economistas.
El gobierno cubano, al enrumbar el camino del socialismo, declaró al marxismo-leninismo como fundamento ideológico de su sistema. Sin embargo, el marxismo es también un método científico sustentado en la dialéctica materialista. En este último sentido es que retomo la disputa teológica del Medioevo, pues considero que la concepción que han promovido los dirigentes del proceso, lejos de ser científica, es totalmente contraria a la dialéctica materialista. Han sido las imágenes preconcebidas de la realidad, concretadas en conceptos, y no la realidad misma, la que ha determinado un accidentado camino que, en poco tiempo, cumplirá seis décadas. El intentar adaptar el mundo a un discurso preconcebido, en lugar de partir de él para comprenderlo y lograr, entonces, transformarlo, ha significado un costoso saldo para el futuro nacional.
No es esta una cuestión exclusiva de Cuba, sino de un modelo que se generó en la URSS en la segunda mitad de la década del 20 y que evidenció su fracaso definitivo a inicios de los años 90 del pasado siglo. El tema del voluntarismo económico fue muy debatido entre la intelectualidad cubana de los años 20, que estudiaba opciones de cambio a la ya agotada Primera República, pero que nunca simpatizó con el emergente estalinismo.[1] En una vieja revista anti-machadista denominada Política, de 1931, hallé un artículo del socialista francés Arturo Labriola, que con gran agudeza analizaba el primer plan quinquenal, aun antes de que este hubiera concluido. Su enfoque me pareció muy actual para el caso cubano: «Por la abstracción a la realidad, por la teoría a los hechos, tal parece ser la regla de la Ciencia Económica bolchevista [sic]». [2]
Desde que Fidel Castro ofreció su «concepto de Revolución», este se ha asumido como una etiqueta y no como un proceso real de cambios que tiene que percibirse en un plazo breve. Se aprende de memoria esa definición y se colocan carteles por doquier, pero cuando las personas refieren defenderla, ya no es a la Revolución sino a su concepto; es decir, a una imagen ideal que asume que hay que cambiar todo lo que deba ser cambiado, pero la pregunta sería, ¿lo que debe ser cambiado es lo mismo para todas las personas?
El gobierno cubano ha sido reacio siempre al término «reforma». Al proceso de cambios le denominó primero «normalización» y más adelante «actualización», concepto que en sí mismo no expresa ningún contenido socioeconómico concreto, principalmente su punto de destino.[3] Sin embargo, la idea de las reformas no es ajena al marxismo, un gran intelectual y revolucionario latinoamericano, José Carlos Mariátegui, afirmaba: «Hay que hacer revoluciones para hacer reformas», su concepción era ver estas como etapas bien diferenciadas, pero no excluyentes.[4]
Las revoluciones son procesos coyunturales que se caracterizan por su corta duración, que implican la toma del poder y la creación de nuevos mecanismos de gobierno. El breve período de una revolución se caracteriza por la desarticulación de las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales; muchas decisiones son espontáneas, carecen de tiempo para el análisis antes de la aplicación, y por ello pueden ser desorganizadas y experimentales; no puede haber, por tanto, una revolución que dure 58 años. Pero en Cuba el «concepto Revolución» ha sustituido al de «sistema», y por ello la idea de reformarlo no es agradable al grupo dirigente.
Vista así, la frase «sin prisa, pero sin pausa» no es una consigna política, es la esencia de una filosofía política. Una filosofía que los dirigentes del gobierno recepcionaron desde dos perspectivas; una interna, que se debió a la fuerte influencia del positivismo filosófico propio de la época en que se formaron, cuya concepción general del desarrollo era unilateral y metafísica, al no considerar los saltos cualitativos en este proceso y atender solo a las transformaciones graduales, lo que se derivaba de su aceptación de los conceptos darwinianos de «orden» y «dirección».
La otra perspectiva fue externa, proveniente del marxismo soviético. Ella se recibió en Cuba a través de las relaciones del viejo partido comunista afiliado al Comintern, y resultaría decisiva cuando la joven Revolución se alineó, de modo absoluto, con ese partido. La idea de que una vez victoriosa, la revolución socialista no puede retroceder, y de que la sociedad marchará siempre adelante, hacia un futuro glorioso, reviste una visión metafísica de la historia. Uno de los aportes del marxismo había sido la capacidad de percibir las contradicciones en los procesos de desarrollo, no ver el devenir de las sociedades de manera teleológica, como resultado de un camino previsto que sigue siempre una pauta trazada; por el contrario, es aceptar que las contradicciones que están en la base de tales procesos provocan rupturas y continuidades.
El desarrollo visto dialécticamente no es una línea, sino una espiral continua, que admite también los retrocesos como parte consustancial. Sin embargo, no siempre los sistemas que declaran su adhesión al marxismo han sido consecuentes con este método científico. Al reducirlo a su dimensión ideológica y, ya tomado el poder, convertirlo en una ideología de Estado, se muestran ajenos al análisis de las contradicciones, y emerge así una concepción del desarrollo signada por la reverencial admisión, cual obligatoria e inexorable tendencia, del destino humano hacia el progreso. Ello explica el inmovilismo que caracterizó a los países del socialismo real. Expresa también el inmovilismo de la Cuba actual, que no logra «actualizarse» a pesar de todas las reuniones, congresos y conferencias para discutir, cual torneos de teología, cómo precisar mejor los conceptos.
«El socialismo y el sistema político y social revolucionario establecido en esta Constitución, probado por años de heroica resistencia frente a las agresiones de todo tipo y la guerra económica de los gobiernos de la potencia imperialista más poderosa que ha existido y habiendo demostrado su capacidad de transformar el país y crear una sociedad enteramente nueva y justa, es irrevocable, y Cuba no volverá jamás al capitalismo».[5]
Un párrafo intentaba socavar la visión dialéctica del mundo consustancial al marxismo del que nos decíamos seguidores. Pero habría más, otro artículo y una disposición especial reforzaban la idea de no retorno[6], que no es lo terrible, lo dramático es que como tampoco se producen avances, legislativamente ello nos estableció en una especie de «limbo histórico» definitivo.
Según el «Plan de Desarrollo hasta 2030», Cuba deberá ser para esa fecha una nación «soberana, independiente, socialista, democrática, próspera y sostenible». Estos son conceptos generales, pero: ¿cómo «operacionalizarlos» en estrategias y medidas concretas? Ese es el reto. Y, sobre todo, que las medidas sean concebidas en forma de sistema, es decir, dialécticamente. Se teme mucho a los «paquetes de medidas», se creen inapropiados para un país socialista. Sin embargo, la lentitud en los avances en unos casos, y el estancamiento en otros, se deben también a que se han aprobado decisiones que son limitadas dado que otras debieron ser tomadas al mismo tiempo y no años después.
Algo que las comunidades humanas descubrieron hace milenios, y que significó el tránsito del nomadismo al sedentarismo, fue que los agricultores debían residir junto a sus cultivos para cuidar eficientemente de ellos. Inexplicablemente, nuestros decisores necesitaron ocho años para convencerse de que no podían desconocer esa experiencia milenaria. Es el período comprendido desde 2008, cuando se dictó la ley 259 que aprobó el usufructo de la tierra; hasta 2016, fecha en que se modificó la ley 300 de 2012 y se legalizó, al fin, la construcción de viviendas en las parcelas.
Desde la década de los años 90 se aprobó el trabajo por cuenta propia, aunque fue en 2011 cuando se amplió el número de licencias. Así que ha pasado un cuarto de siglo entre permitir la existencia de la empresa privada, aceptar que los trabajadores por cuenta propia pudieran contratar fuerza laboral, admitirlos como personas jurídicas para que puedan girar cheques contra sus cuentas bancarias, lo que ocurrió apenas en mayo de este año, cuando se aprobó en sesión extraordinaria del Parlamento; y todavía se espera por un mercado mayorista para esos pequeños y medianos negocios.
En una reunión televisada del Consejo de Ministros, en 2015, el entonces ministro de Economía, Marino Murillo, explicaba que en muchas ocasiones se aprueban inversiones, pero no en todas las fases de un proceso, lo que hace estéril el gasto. Argumentaba con el caso de la producción de leche, donde la inversión se dirigió al aumento de la masa ganadera pero no a la industria procesadora, por lo cual no se evidenciaron los resultados esperados. La sesión ordinaria del Parlamento celebrada en el pasado mes de julio mostró en la televisión cubana a numerosos diputados alarmados por las pérdidas en las cosechas de mango y de otros productos ante la falta de envases y modos de procesamiento que son impensables para una industria obsoleta que no recibe inversiones en el monto que requiere.
Los ejemplos son muchos, y tienden al convencimiento de que no es posible manejar la economía de un país sin una visión dialéctica que visibilice y respete las necesarias interrelaciones entre los fenómenos; no debe perderse de vista que al modificarse, unos fenómenos afectan a otros, estén o no concebidos en un «plan».
Por otra parte, el carácter metafísico de esta postura siempre ha apreciado los retrocesos y los obstáculos como externos, como perturbaciones ajenas al sistema: esa fue la interpretación oficial en Cuba del derrumbe del campo socialista.[7] En contraposición, una perspectiva dialéctica considerará que los cambios cualitativos, inherentes a los sistemas, son los verdaderamente decisivos en los cambios. Esa incapacidad ha conducido al gobierno a serios errores, como absolutizar la tensa relación histórica con Estados Unidos, que ciertamente ha afectado a la economía cubana, pero a la que responsabiliza de todas las dificultades económicas del país, y demorar por ello una senda de transformaciones radicales en sus estructuras económicas. La preferencia por inversiones extranjeras y la negativa a que inversores cubanos contribuyan al despegue de la economía nacional, aun en rubros que no sean estratégicos, es un resultado de esta tesis.
La apelación constante a un «cambio de mentalidad» y a una «revolución en las ideas», intenta crear la imagen del progreso entendido como cosa «hacia dentro», y no como el despliegue de las fuerzas externas, y se ha convertido de este modo en una filosofía de la parálisis. Ciertamente, no existe nada tan conservador, tan sutilmente desmovilizador para las sociedades en crisis, necesitadas de cambios estructurales y de transformaciones profundas, que el requerimiento a un «cambio de mentalidades», al rescate de valores o a la defensa de conceptos. Esto sería invertir el axioma materialista de que las personas piensan de acuerdo a como viven, y sugerir que transmutar las formas de pensamiento es suficiente para una evolución de la vida material.
Si hacemos lecturas más profundas, comprobaremos que la falta de proyectos reales y el fin de la capacidad de generación de respuestas dentro del sistema actual en Cuba se evidencian hasta en aspectos relativos al mundo simbólico. A partir de 2007, los diputados al Parlamento consideraron que, en lo sucesivo, los años se identificarían solamente con el orden cronológico del proyecto social vigente desde 1959. Cuba rompía definitivamente con la tradición de nombrar los años por algún acontecimiento histórico o meta concreta.[8]
La pasividad de la dirigencia cubana ante la lentitud de los cambios, ante los retrocesos evidentes del último año, y ante medidas que no logran efectividad en corto ni mediano plazo, se debe en mi opinión a esta perspectiva lineal y metafísica de la historia que parte del desconocimiento del marxismo como método científico. Pero eso no es suficiente, hay que entender también que el gobierno no tiene modos de retroalimentarse.
Las vías naturales de retroalimentación que obligan a los gobiernos a tener resultados en un plazo prudencial no existen en Cuba. Ellas son: elecciones entre más de un proyecto sociopolítico, y en Cuba existen interesantes propuestas de otros modos de construir el socialismo; la posibilidad de manifestar de manera pacífica el descontento ante el estancamiento económico, con una actitud más comprometida por parte de los sindicatos; y los estudios de opinión pública.
Estos últimos le han sido secuestrados a las ciencias sociales y son competencia exclusiva de las «oficinas de opinión de la población», adscriptas a las direcciones provinciales del PCC. Los científicos sociales cubanos no podemos realizar estudios de opinión sobre el gobierno y sus políticas si no somos autorizados. Como resultado, las carreras universitarias que tienen un perfil social (Economía, Sociología, o Estudios socioculturales, entre otras que pudieran asesorar al gobierno), no logran cumplir con su rol de «diagnosticadoras» y transformadoras de la sociedad.
El posible reemplazo de la primera figura en la dirección del país, prometido para el próximo año, pudiera utilizarse como ícono de cambios, cuando en realidad una simple sustitución de la dirigencia no echa por tierra una filosofía del inmovilismo. Hay que detectar lo real detrás de lo aparente, y a mi juicio lo aparente es el cambio político, pero manteniendo todo lo demás que sería lo real; es decir, la carencia de un método científico en la planeación de las transformaciones económicas, y la existencia de una filosofía escolástica sobre la historia y su devenir, que apela a la pasividad, el conformismo y la incapacidad de reacción para convertir a Cuba en todo lo que los conceptos anuncian: una nación «soberana, independiente, socialista, democrática, próspera y sostenible».